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362 • OBDULIO

 

Miércoles, 20 de noviembre de 2002

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Obdulio Varela (1917-1996)

El 16 de julio de 1950, ante las repletas tribunas del estadio Maracaná de Rio de Janeiro, inaugurado especialmente para ese torneo, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense. Brasil venía de vencer por goleada a sus rivales y le bastaba el empate para ser campeón, mientras que su rival, un modesto equipo uruguayo, entraba con la orden de aguantar con todo y tratar de sorprender a través de un contraataque. Para los brasileros, estos uruguayos eran una buena presa para festejar un título mundial.

Obdulio Varela un morocho tallado sobre piedra, era el líder indiscutido de la selección uruguaya. Era un jugador muy fuerte, tanto física como temperamentalmente, aunque bastante limitado en el aspecto futbolístico. Antes de salir por el túnel y al ver la fiesta que estaba preparada para la coronación brasileña, miró a sus compañeros y les dijo:

- Botijas... cumplimos, sólo si ganamos

El primer tiempo transcurrió sin que se abriera el marcador. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador con un gol convertido por el puntero Friaca. Entonces todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo. Los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Mientras los brasileros festejaban alocadamente, Obdulio fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo, y frente a los hinchas brasileños que ardían de júbilo y pedían más goles, clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie. El mundo tuvo que esperar casi tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en un incomprensible castellano. Hubo un intérprete y una estirada charla algo tediosa, entre el juez y el morocho. No tuvo oído para los brasileños que lo comenzaron a insultar cuando comprendieron su maniobra.

Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que el partido y el rival, fueran otros.Tal vez fue el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente.

Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo. Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran.

Diez minutos después de abierto el marcador, el uruguayo Alcides Ghiggia, que estaba jugando un gran partido, recibe un pase de Obdulio en su sector y se proyecta por el lateral, entonces su compañero Schiaffino enfiló en diagonal hasta llegar al borde izquierdo del área chica y esperó que Alcides lo viera. Fue una acción muy rápida. Cuando Schiaffino recibe el centro, la pelota pasa muy cerca de las piernas de Juvenal, su marcador, quien incluso, trata de cometerle falta, pero no lo logra, entonces mira al arco y ve que el arquero protegía el palo izquierdo. Decide rematar al palo contrario, pero le pega mal y la pelota se clava en el ángulo superior izquierdo, justo arriba de su cabeza. Fué el empate.

El Maracaná quedó en silencio. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.

Al finalizar el partido todo era un desastre. No hubo ceremonia de premiación ni nada. Apenas Obdulio Varela recibió la Copa de manos del mismísimo Jules Rimeth (que no supo que decir porque tenía preparado un discurso en portugués), intentaron dar una vuelta olímpica y bajaron rápidamente al camarín. Allí llegó un grupo mexicano que les entonó el himno uruguayo.

Obdulio pasó esa noche bebiendo cerveza en los mostradores de Río de Janeiro, de bar en bar, abrazado a los vencidos. Los brasileños lloraban. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un enorme letrero luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de solapas levantadas. En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a sí mismos medallas de oro. A los jugadores les dieron medallas de plata y algún dinero. El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford usado del año 31, que le robaron a la semana.


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