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245 • ANTES DE LA ANTIGÜEDAD

 

Lunes, 24 de junio de 2002

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India

Cuando el europeo llega por la primera vez a los paises de la India, lo hace lleno de extraños prejuicios, orgulloso del pasado y de la civilización de los pueblos en que ha nacido; parécele, a este hombre fuerte de Occidente, que lleva a los pueblos que visita la filosofía más racional, la religión mas pura; luego, ante los impotentes esfuerzos de los misioneros de las religiones occidentales, que apenas han logrado algunos adeptos entre los parias, deja con desdén caer de sus labios las palabras embrutecimiento y fanatismo y se vuelve después a su patria, habiendo visto algunas ceremonias que no ha comprendido, algunas pagodas cuyos monstruosos ídolos le han hecho levantar indiferente los hombros, y algunos fakires, especie de Simeones estilitas, cuyas flagelaciones y torturas le han llenado el alma de horror. Y si ha visto a uno de esos infelices iluminados levantarse con esfuerzo sobre las gradas de un templo dedicado a Vischnú o a Shiva, pidiéndole limosna, lo ha mirado con lástima profunda, murmurando los artículos de nuestros códigos que castigan la vagancia y la mendicidad, sin pensar que visitando Roma, ha dejado tal vez caer su óbolo en la mano desfallecida del bienaventurado fakir de Occidente.

Pocos son los viajeros que se han esforzado en comprender la India, pocos los que se han dignado hacer el necesario estudio para iniciarse en los esplendores de su pasado; muchos se han limitado a estudiar lo que estaba muy por encima, no han podido ver lo que más allá habla, y aún se han atrevido a decir que no había nada, con la seguridad que da una crítica asaz poco razonada para no ser víctima de la ignorancia.

¿De qué sirve el sanscrito? exclamó un día Jaequemont, y orgulloso de esta frase, que no era más que un chiste, empezó a componer un Oriente del todo convencional, que sus sucesores han copiado con fidelidad, que todas las bibliotecas acapararon y que aún hoy día es la fuente de todos los errores que componen las tres cuartas partes del conocimiento que Europa tiene de aquellos lejanos países. Y no obstante, ¡cuántas riquezas escondidas!.... ¡cuántos tesoros de literatura, de historia, de moral, de filosofía, que esperan ser descubiertos y comunicados al mundo!...

Así como nuestra sociedad moderna tropieza a cada paso con recuerdos de la antigüedad, así como nuestros poetas han copiado a Homero y Virgilio, a Sófocles y Eurípides, a Plauto y Terencio; así como nuestros filósofos se han inspirado en Sócrates, Pitágoras, Aristóteles y Platón; así como nuestros historiadores toman por modelos a Tito Livio, Salustio y Tácito; así como nuestros satíricos imitan a Juvenal, y nuestros oradores a Demóstenes o Cicerón, y nuestros médicos aprenden todavía en Hipócrates, y nuestros legisladores en Justiniano, asimismo también la antigüedad ha tenido otra antigüedad, a la cual estudiar, imitar y copiar; nada hay, en efecto, más natural y más lógico. ¿Acaso los pueblos no proceden todos los unos de los otros; acaso los conocimientos con tanto trabajo conquistados por una nación, han de quedar circunscritos a un limitado territorio; acaso, finalmente, podremos calificar de insensato a quien pretenda que la lndia de hace seis mil años, brillante y civilizada, pletórica de población, ha dejado en el Egipto, en la Persia, en Judea, en Grecia y en Roma mellas imborrables de su espíritu, rasgos tan profundos como los que estos últimos pueblos han dejado en nosotros?

Tiempo es ya de acabar con el prejuicio de que los antiguos llegaron, como quien dice, espontáneamente a la posesión de sus ideas filosóficas, religiosas y morales más elevadas; como hemos de acabar también con el prejuicio que, en su admiración ingénua, quiere explicarlo todo con ayuda de la intuición de algunos grandes hombres, en el dominio de lo científico, de lo artístico o de lo literario, y también en el dominio de lo religioso con ayuda de la revelación.

¿Y por qué hemos perdido, durante siglos, el hilo que une a la India antigua con una mayor antigüedad, hemos de admitir eso como una razón para continuar adorando el fetiche, sin querer saber nada de lo que puede rebajarlo á nuestros ojos?, ¿Es que no hemos también destruido, rompiendo con el pasado, lo que tenían de irracional las ciencias ocultas de la Edad Media, por medio de la experimentación bien dirigida y científica?

Atrevámonos pues, a llevar el mismo método experimental al terreno del pensamiento. Hombres de ciencia, rechacemos la intuición; racionalistas, rechacemos la revelación.

Pregunto a todos aquellos que hayan hecho un particular y profundo estudio de los pueblos antiguos, si no les ha venido veinte veces al espíritu la idea de que esos pueblos han debido hallar sus enseñanzas en un foco de luz que nosotros ahora desconocemos; y más de veinte veces también, ante la dificultad de resolver algún punto de historia o de filosofíá demasiado obscuro, habréis exclamado:

- ¡Ah! si no hubiese sido destruida la Biblioteca de Alejandría!... quizás halláramos en ella el secreto del pasado, para siempre perdido.

Una cosa me ha llamado de un modo extraordinario la atención. Conocemos nosotros los estudios en que se han formado nuestros pensadores, nuestros moralistas y nuestros legisladores. Pero, ¿quiénes fueron los precursores del egipcio Menes, de Moisés, de Minos, de Sócrates, de Aristóteles, de Platón? Esto no lo sabemos.
- Es que no tuvieron precursores -me diréis tal vez. Mas, a esto he de deciros que mi razón se niega a creer en la absoluta espontaneidad de la inteligencia, en la intuición también absoluta de estos, hombres, que se pretende explicar, en lo que se refiere a algunos de ellos, por la revelación divina. Las naciones no pueden llegar y no llegan nunca a los esplendores de una civilización adelantada, sino a costa de una infancia larga y penosa, a menos que no cuenten, para abreviar algo su camino, con las luces de otros pueblos que las han precedido. Todos sabemos cómo las sociedades modernas anduvieron por entre tinieblas, hasta el día en que la caída de Constantinopla vino a revelarnos la antigüedad. Las emigraciones índicas prestaron el mismo importante servicio al Egipto, a la Persia, a la Judea, a Grecia y a Roma.


LUIS JACOLLIOT
La voz de la India • 1890
Editorial de Carbonell y Esteva - Barcelona