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191 • POR AMOR A CELESTE

 

Martes, 9 de abril de 2002

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Celeste y Marta Ramos

Hacía calor. Celeste, que por entonces no se llamaba Celeste, se tambaleaba sobre sus pasitos de 18 meses en el bochorno de una siesta campesina saturada de sol y soledad. Sus padres, peones rurales en un tambo cerca de Arroyito (140 kilómetros al este de la capital de Córdoba) estaban trabajando, y sus cinco hermanitos correteaban a lo lejos. Celeste tenía sed. De pronto la vió. La botella de plástico, cortada a la mitad. El agua parecía fresca... la nena bebió a borbotones, como beben los chicos sedientos en una tarde de sol. Fue en ese momento cuando su vida cambió para siempre: el agua que parecía agua, no era otra cosa que soda cáustica. El líquido ardiente le quemó el esófago, parte del estómago y le pobló de llagas la boca. Ese fue el último día en su casa. El último sol entre esos hermanos que correteaban lejos.

Un mes después, los médicos debieron extirparle el esófago y colocarle sondas para alimentarla. Una, conectada a sus intestinos. La otra, desde su garganta hasta una fístula que emergía del lado izquierdo de su cuello. Su función: que Celeste, a pesar de que la conexión entre su boca y los intestinos había desaparecido con su esófago, pudiese masticar los alimentos y sentirles el gusto aún cuando la comida hiciera un trayecto tan corto como ficticio.

En los meses que siguieron, la nena conoció el infierno del dolor. Y también el del abandono. Sus padres, que de inmediato la llevaron a un hospital de Arroyito, la visitaban cuando el trabajo o sus demás hijos se lo permitían. Al fin y al cabo, Celeste se había convertido en un problema de una dimensión inabarcable para ellos. La nena era muy pequeña y tal vez (pensaron) no sobreviviría. Quizá por eso la fragilidad del lazo con la niña terminó de soltarse cuando Celeste fue trasladada hasta el Hospital de Niños de la capital cordobesa. Desde entonces, las visitas paternas fueron aún más esporádicas. Hasta que se esfumaron del todo cinco meses después. Celeste dejó de hablar; dejó de sonreír... y al borde del autismo, posó sus ojos secos de llanto en alguna región misteriosa del techo de su cuarto de hospital. En esa cuna, y sin responder a casi ningún estímulo, la nena se sumergió en un limbo que duró casi un año de soledad con sus días y noches.

- Cuando me llamaron -cuenta Marta Alejandra Ramos, una muchacha soltera que por entonces tenía 34 años- Celeste ya tenía dos años y medio y sólo 6 kilos de peso. Era como un pichoncito caído del nido. Yo me había anotado en el Programa Nazaret (que aglutina a familias sustitutas que cuidan a niños en riesgo mientras encuentran un hogar) y apenas la ví, me enamoré de su carita. De esos ojos que me miraban como desde el fondo de un pozo... Nunca más me separé de ella - rememora.

Contra la opinión de su mamá y la de su novio de entonces, Marta abandonó sus estudios de pediatría, y hasta su trabajo en una oficina para dedicarse a Celeste. También recuerda los reproches de su madre:

- Nena, ¿para qué te metés en semejante lío? Vos sos joven, podés tener tus propios hijos. La resistencia de la mujer se evaporó cuando Marta la llevó a visitar a la pequeña. El novio de Marta, en cambio:
- Se fue un buen día y no volvió más. Decía que competir con mi amor hacia Celeste era demasiado para él -recuerda la muchacha, sin rencores.

El 12 de noviembre de 1998, pocas semanas después de conocer a Celeste, Marta logró que un juez le entregara a la nena en guarda con fines de adopción.
- Nunca me voy a olvidar de la primera vez que nos vimos. Yo me acerqué a su cuna. Ella dormía. De pronto, abrió los ojos, me miró y me tiró los bracitos. La alcé y se me prendió al cuello. No despegaba su cara de mi mejilla. En ese momento sentí que la parí. Fue el mejor día de mi vida -susurra Marta intensa, la sonrisa ancha y los ojos húmedos.

Desde ese momento, la esperanza y la batalla de la flamante madre, apuntó a una cirugía para reconstruir el esófago de la pequeña. Luego de esperar que la nena tuviera más de ocho kilos, los médicos del Hospital Infantil Municipal le injertaron un pedazo de su propio intestino grueso, y suturaron un borde del estómago que fue quemado por la soda cáustica. La intervención fue un éxito.
- A los 15 días estábamos en casa. Al mes pudo comer como una nena normal -acota la abuela.

Primavera de 2001. Celeste corretea bajo el sol de Villa Allende, una localidad a poco menos de 30 kilómetros al oeste del microcentro cordobés. Habla hasta por los codos, ensaya pasitos de tango y come una galletita tras otra. En su cuello se ven, claras, algunas de las cicatrices que le dejó aquella tarde de sed y tragedia. Las otras, las que no se ven, a veces se asoman en su modo de reaccionar ante el dolor: trata de no llorar. Sabe que si lo hace, su garganta tiende a cerrarse. Así que, con sólo 5 años, Celeste conoce las sutilezas de quienes aprendieron a convivir con su enfermedad.

El 18 de setiembre pasado, un juez le otorgó la adopción definitiva de Celeste a Marta Ramos. A la hora de firmar el acta, la nena sorprendió a todos cuando pidió estampar su flamante firma.
- Puso Celeste Ramos, y después nos dibujó a mí, a la abuela y a la gata -cuenta Marta orgullosa.

Las tres, y la gata, viven en una humilde, minúscula casa blanca que el Programa Nazaret les presta hasta que puedan alquilar una propia. Mientras la nena se ríe a carcajadas con Alf (cuya imagen se esfuerza en adivinar frente a un vetusto televisor) Marta sueña con un trabajo que le permita vivir mejor sin descuidar a Celeste, la abuela prepara la cena. Milanesas con puré, ordenó la dictadura de la casa. Y, ambas lo saben, a ese metro diez de vitalidad y ojos oscuros, no se le desobedece.


FABIANA FONDEVILLA  y MARTA PLATIA
Foto RUBEN DIGILIO
Revista VIVA